“Deja que apague el radio para escucharte mejor”, me dijo mi madre según desaparecía de la línea telefónica.

La siguiente voz que escuché fue la de mi papá, y me sorprendió. Yo creía que él estaba todavía en el hospital recuperándose del ataque cardíaco que había sufrido. Yo había llamado a mi mamá para saber cómo seguía mi papá; mas ella utilizó la oportunidad para sorprenderme.

“¡Oh, papá, ya estás en casa! Me contenta tanto oír tu voz. ¿Cómo te sientes?” Él respondió: “Me encuentro bien por el momento”.

Luego de haber vivido en el Reino Unido por casi 25 años, mis padres habían regresado a su isla hogar en el Caribe. Unos años atrás, yo les había presentado La Palabra Diaria, la cual ellos recibían con gozo. Como parte de su devoción diaria, mi mamá la leía en voz alta y luego ambos estudiaban el verso bíblico del mensaje con más profundidad. Aunque estábamos viviendo en distintas partes del mundo, comenzar el día con el mismo mensaje edificante nos hacía sentir unidos.

Se me había olvidado cómo, en una ocasión previa, mi papá y yo habíamos hablado acerca de los temas en La Palabra Diaria. Así que cuando él me dijo: “Yo hice lo que tú me dijiste”, me confundió por un momento. “¿Qué fue lo que te dije?”, pregunté.

Él me recordó que habíamos hablado acerca del poder de la gratitud y de dar gracias. Yo había compartido que el ser agradecido y dar gracias son prácticas transformadoras que pueden sanar cualquier situación y, sin importar lo que suceda o cuán retador pueda ser, siempre podemos encontrar algo por lo cual dar gracias en todo momento. Y, al hacerlo, apartamos nuestra atención de aquello que “no está funcionando bien”.

Esas palabras, las cuales fueron compartidas inocentemente días antes, resonaron con mi padre y estuvieron en su mente cuando estaba siendo transportado al hospital con un ataque al corazón.

El único hospital en San Vicente y las Granadinas se encuentra en la capital, Kingstown, a doce millas de distancia de la casa de mis padres, y accesible sólo a través de una carretera estrecha y peligrosa que corre a lo largo de la isla.

El haber esperado que una ambulancia viniera de la capital hubiera resultado en una muerte segura para mi papá. La única manera de salvarle la vida era que mi hermano menor, Leroy, lo llevara en el carro.

Por estar llena de huecos y desfiladeros que dan al mar, la carretera es muy incómoda para manejar normalmente, ¡ni se diga de manejar rápidamente y con estrés! 

Según Leroy manejaba por los huecos y maniobraba por los desfiladeros y curvas, mi padre sufría de un dolor agonizante. Empapado de sudor, casi sin poder respirar, mi papá se agarraba el pecho y, con cada punzada, susurraba una y otra vez: “¡Gracias, Jesús!”

Estando ya en la camilla del hospital, junto a mi madre ansiosa y sin saber si iba a sobrevivir, mi papá envió mensajes de amor a sus hijos y, con cada oleada de dolor agonizante que se extendía por todo su cuerpo, él continuó repitiendo: “¡Gracias, Jesús! ¡Gracias, Jesús!” Cuando mi papá terminó de contarme cómo él había literalmente tomado mi palabra, me sorprendí. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Le dije: “Eso no era lo que yo tenía en mente cuando te dije que dieras gracias por todo”. Sin embargo, estoy convencida de que su acción de dar gracias le salvó la vida.

Mi padre vivió seis años más, y me siento muy agradecida por todos los recuerdos que dejó en mí. Aun cuando su vida estaba guindando de un hilo, él dio gracias.

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