La mayor parte de mis 26 años de matrimonio fue maravillosa, un tiempo lleno de luz. Mi esposo, Tony, era mi mejor amigo, compañero, confidente y prácticamente todo lo demás. Trabajábamos y nos divertíamos juntos, en fin, creamos una vida llena de familiares, amigos y buenos tiempos.

Esperaba que envejeciéramos juntos. 

Hace seis años, todo eso cambió cuando Tony fue diagnosticado con una enfermedad progresiva relacionada con el tabaco. No había cura y solamente los opioides por prescripción lograban controlar su dolor. Él comenzó a abusar del alcohol y otras sustancias.

Tony se estaba autodestruyendo frente a mí y yo era incapaz de detenerlo. Nuestra ira, frustración y desesperación se interponían entre nosotros. Me sentí atrapada.

Desaparecer en la oscuridad

La decisión de separarnos fue un alivio.

Estaba agotada física y emocionalmente por entregar mi energía a una situación que empeoraba cada día, por atestiguar cómo nuestro matrimonio moría, y por sentir que la oscuridad en la que me encontraba no tendría fin.

En esos días, no me sentía muy agradecida.

Estaba adormecida. No quería pensar más en eso. Me cansé de llorar; solo quería irme y volverme invisible. Pero la gente que me quería no me lo permitiría. No era fácil hablar de todo eso ni compartir todos los detalles horribles con los demás. Pero me alegra y me siento aliviada de haberlo hecho. Su apoyo incondicional me mantenía activa e inundaba mi corazón con sentimientos de gratitud.

Dios y la gratitud son diferentes para mí ahora. Mis sentimientos de gratitud me han sanado y abierto a las bendiciones de la energía divina, haciéndome parte de su fluir.

Me concedieron gracia sobre gracia, bendiciéndome con comprensión siempre que la necesitaba. Me dieron espacio, pero nunca dejaron que me sintiera sola. Se negaron a verme desaparecer dentro de mí misma.

Nunca había estado en la posición de no ser capaz de retribuir una amabilidad o un acto de generosidad. Al principio me costó aceptar el amor, la comprensión y la paciencia que se me brindaban. Pero una vez que lo hice, comencé a comprender el poder de la gratitud de una nueva manera.

Abrirse a la luz

Comencé a sentir la presencia de Dios en cada persona que me ayudaba. Cada llamada telefónica, visita y abrazo era una bendición; una manera de sentir a Dios en acción. En esos momentos de oscuridad, Dios fue la luz presente en las palabras de ánimo, en los oídos prestos a escuchar y en la compañía paciente de quienes se sentaban junto a mí mientras lloraba y sufría.

En el pasado, yo bloqueaba esa luz al no sentirme digna de ella, por no incomodar a nadie, por sentir que era mejor dar que recibir. Dios y la gratitud son diferentes para mí ahora. Mis sentimientos de gratitud me han sanado y abierto a las bendiciones de la energía divina, haciéndome parte de su fluir.

La gratitud fue mi compañera constante durante todo lo demás que estaba por venir.

Varios meses después de nuestra separación, Tony perdió su batalla contra la enfermedad. Lloré su muerte con un corazón limpio y agradecido. Estoy agradecida por su vida, por nuestra vida juntos y por los recuerdos que siempre serán parte de mí.

Estoy agradecida por mis seres queridos, quienes me dieron espacio para ser vulnerable y por saber, antes que yo, la profundidad de mi fortaleza y mi resistencia. Estoy agradecida por cada oportunidad de utilizar lo que perdí para ser una fuerza compasiva en el mundo.

Si la oscuridad desciende de nuevo, sé que Dios está conmigo y en mí. Y por eso, estoy agradecida.

Acerca del autor

Deanna M. Neill es especialista de proyectos en el Departamento de Comunicaciones en la Sede Mundial de Unity. Vive su vida de gratitud cerca de Kansas City, Missouri.

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